Por Nélida Tójar
Estoy segura de que a casi cualquier profesor de español que le pregunten, sea de primaria, secundaria o de universidad, les dirá que tiene al menos un alumno en su clase con un nombre llamémosle “especial”. Y escribo esto con una sonrisa dibujada en mi cara, porque a veces resulta inevitable echarse las manos a la cabeza o lanzar la mirada al cielo clamando serenidad interna para no estallar en una enorme carcajada, o simplemente echarse a llorar.
Estoy segura de que a casi cualquier profesor de español que le pregunten, sea de primaria, secundaria o de universidad, les dirá que tiene al menos un alumno en su clase con un nombre llamémosle “especial”. Y escribo esto con una sonrisa dibujada en mi cara, porque a veces resulta inevitable echarse las manos a la cabeza o lanzar la mirada al cielo clamando serenidad interna para no estallar en una enorme carcajada, o simplemente echarse a llorar.
Y es que ya sabemos que entre nosotros existe la costumbre de hacer a
los alumnos elegir un nombre español, no solo por lo que todo ello implica
(cultura, fonética, integración, motivación, etc.), sino para que algunos de
nosotros tardemos solo dos días y no dos meses en aprendernos los nombres de
nuestra nueva clase.
Muchos de ellos adoptan el mismo nombre que ya tenían en inglés, que a
buen seguro lo eligieron antes que el español: si en inglés me llamo Alex, en español le pongo una tilde y lo
tengo. Otros lo adaptan: en inglés me llamo Alice y en español Alicia. Y molo mazo.
En ocasiones llegas a aulas donde un profesor, en plena posesión de sus
facultades, supervisó exhaustivamente la elección de nombres, y ninguno o casi
ninguno desentona.
O te puede pasar como a mí hace dos semestres, que me encontré con
chicas que se llamaban Monita, Freja, Angelia,… y nombres masculinos como Mayo, López o Jafe, algunos de ellos sugeridos por el
profesor que me había precedido.
Recuerdo el momento en que, apostada frente a la clase, leo en la lista Camilo, ¿quién es Camilo?, mientras proyecto
la voz y dirijo la mirada hacia el fondo, donde se habían sentado los escasos 6
chicos que había. Y una preciosa niña sentada justo delante de mí levanta la
mano y dice: yo. ¿Cómo te quedas? Al
día siguiente le envié un mail sugiriéndole un cambio de nombre a femenino, que
aceptó entre sorprendida y agradecida.
Ayer mismo me escribía una compañera de profesión: “tengo en la misma
clase a Betty, Kitty, Katy, Wiky, Nicky, Vitty, Kelly, Kylie, Gigi, Phoebe…>.< Cuando una llega y me
dice que se llama Carmen, ¡es para darle una medalla!” Y prosigue: “luego a
otra la llamo Gigi y me dice enfadada:
soy Yoyo”
>.<
Me asomo a la web de esta misma colega y compruebo que algunos de sus
estudiantes de este año se llaman Perfecto,
Yip, Loki... Claro, ¿qué haces con esto? ¿Dónde están los límites? ¿Se
puede imponer algo tan personal como un nombre propio? ¿Cómo medir el apego de
un niño a su nombre español como para no herir su sensibilidad sugiriéndole un
cambio? ¿Sólo vamos a proponer y aprobar
aquellos nombres que a nosotros nos parezcan comunes, con la dosis de
subjetividad que esto supone?
Personalmente pienso que, mientras el nombre no sea ofensivo para la
persona, todo es válido. La niña de antes llamada Monita, en España u otro país hispanohablante, quizá fuera objeto
de burla a causa de su nombre, por tanto aconsejaría un cambio. Pero una niña
llamada Girasol, uña y carne de su inseparable
amiga Sol y por lo tanto elegido el
nombre a conciencia, no entiendo que debiera cambiarlo solo porque en el área
geográfica de donde yo provengo no es habitual, mientras sí lo son Begoña, Rosa o Margarita, que
también son flores.
Sería interesantísimo poder leer las anécdotas de otros compañeros de
profesión sobre la elección de los nombres españoles de sus alumnos y, sobre
todo, vuestras opiniones acerca de las preguntas planteadas.
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